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La adolescencia es una edad muy complicada en la que se produce un desarrollo hormonal que revoluciona la cabeza, y el corazón, de nuestros hijos. Este cambio, con frecuencia, también revoluciona todo el entorno y las personas con las que el adolescente convive. El adolescente se vuelve especialmente presumido, aficionado al espejo y todo lo relacionado con su estética, además de desobediente y contestón, mostrando una rebeldía que puede ser más o menos acentuada según el caso.

Para los jóvenes este es un momento de la vida en el que notan una marcada carencia de identidad, siendo una especie de niños en el cuerpo de lo que empieza a ser el proyecto de un adulto, y tratan de encontrar su estilo, su manera, sus normas y, en definitiva, su auténtico yo.

Generalmente buscan la identidad en símbolos externos, en la estética y la aprobación del grupo de amigos, como es natural, pero es importante comprender cómo uno puede ayudar a sus hijos a desarrollar una identidad de tipo “interno”, más allá del “ser guapo y gustar mucho a la gente”.

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El niño que llega a la pubertad cae en la cuenta de que ha estado toda su vida obedeciendo a sus padres, absolutamente manejado por ellos, generalmente, entre otras cosas, por el hecho de empezar a tomar conciencia de que la ropa y la imagen que sus padres le imponen no es la que a él le gusta. Este simple hecho le hace empezar a comprender que ha sido una especie de “vasallo de opinión y gustos”, por lo que de repente se pasa, de una forma intuitiva, al otro extremo, el de querer sentir que tiene su propio criterio de las cosas. Esto es como un deseo desesperado de tener capacidad de decisión y autodirigirse, ya que intuye que no la tiene y su impulso hormonal le lleva a desear actuar por su propia cuenta. El problema es que en la mayoría de los casos esto deriva en que el joven se desboca sin ser capaz de asumir control responsable de su comportamiento, y ahí surge la lucha con el adolescente, el tratar de seguir controlando a un “potrillo que empieza a querer galopar solo, pero que no tiene riendas”.

En esta situación es importante comprender, y hacer comprender a nuestros hijos, que la identidad no solo depende de cómo uno se vista o se peine, sino también, y sobre todo, de la capacidad de asumir responsabilidad de los propios actos. El desarrollo de la identidad propia tiene una íntima relación con el respeto de las normas, en concreto con la “manera en la que respetamos las normas”. Un niño que no respeta las normas cree que tiene identidad por sentir que los padres no lo controlan, pero su sensación es falsa. Igual de artificial es la sensación del que respeta las normas por tener un carácter sumiso o miedoso. El auténtico desarrollo de la identidad implica comprender por qué deben de respetarse las normas, y por qué uno debe de asumir la responsabilidad de los propios actos, especialmente en relación a las consecuencias que estos tienen para uno. Es decir, el niño debe de desarrollar la capacidad de respeto activo y reflexivo de las normas, por haber comprendido la relación que su vida, su bienestar y su felicidad tiene con estas.

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Por eso la educación por medio del castigo es tan controvertida, y de nuevo nos encontramos con la necesidad de guardar un equilibrio entre el concepto de la educación autoritaria y la educación considerada. El castigo no es más que la aplicación del efecto de un acto no conveniente, en este caso un efecto desagradable, sobre nuestro hijo, por poner en peligro su integridad física o moral, o la de otros. De la misma forma, lo que se llama premio no es más que la consecuencia positiva de un acto positivo. Para que nuestros hijos desarrollen identidad propia deben comprender este principio de la vida, el funcionamiento de la simple ley de causa y efecto.

En este sentido los padres deben de ser mediadores, una especie de intérpretes entre el comportamiento del hijo y el comportamiento de la vida, es decir, mostrar al hijo las consecuencias que sus actuaciones van a tener en una sociedad y un mundo en el que no todo vale. Los padres de ben actuar como modelo a escala de la realidad de la vida para sus hijos, haciéndole comprender que cuando trabajan y se esfuerzan, cuando siguen buenos comportamientos, colaboran en casa, estudian y, en definitiva, son responsables, esto tiene consecuencias positivas a las que se les puede llamar premios. Mientras que si uno se deja llevar por los impulsos del momento, no respeta las normas ni a los demás, hace lo que le da la gana, no se esfuerza, o cosas similares, esto va a tener unos efectos negativos a los que se les pueden llamar castigo.

Los problemas mayores se dan cuando los padres no han sabido imponer autoridad sobre los hijos, y estos están acostumbrados a tenerlo todo sin saber ganar los privilegios por el propio mérito y esfuerzo. De estos casos se derivan comportamientos tiránicos en los niños, especialmente acentuados cuando llegan a la adolescencia, que en más casos de los que se cree, acaban derivando en agresiones a los padres cuando se ven frustrados o privados, por ejemplo, de jugar en el ordenador durante toda la tarde.

Por lo tanto, los padres debemos de aprender a aplicar sobre nuestros hijos las consecuencias de sus acciones, buenas cuando aquellas hayan sido buenas y malas cuando hayan sido malas, de una forma cordial y serena, explicándole con todo el detenimiento necesario la razón de por qué esto es así. De esta manera, nuestros hijos podrán comprender la necesidad de responsabilizarse de sus actos y cómo ésto les va a llevar a tener una vida feliz y satisfactoria que será un efecto de su propio esfuerzo y comprensión.

De esta manera nuestros hijos aprenden a respetar las normas de convivencia social y natural, y reciben el apoyo que necesitan de sus padres en un momento tan difícil como es el de la adolescencia.

(Post publicado por Cesáreo Hernández– Psicólogo, formador y coach)